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Estela había pensado en regalarle una planta a su casa, últimamente estaba demasiado apagada. Paseó por la ciudad en busca de la flor o planta adecuada, preguntó y pidio muestrarios por cada floristería.

Al cabo de tres largas horas, Estela, ya cansada de tanto preguntarse cual sería la flor adecuada, decidió ir al parque, y aunque el sol brillaba y la brisa era suave, el parque resultó desértico, ni una persona alrededor.

Viendo lo visto Estela sacó de su grande bolso los cuentos completos de Oscar Wilde y comenzó a leer el libro con la espada recostada sobre un viejo tronco y sentada en la verde hierba. Y después de tener que apartar una lágrima con el dorso de la mano al acabar de leer “El Príncipe Felíz”, comenzó a imaginar con los ojos cerrados, lo maravilloso que será todo con amor, lo fácil que sería hablar con la gente enemorada y feliz, todo sería mejor, las personas sonreirían y los niños crecerían en campos llenos de flores y serían libres para perseguir mariposas de colores ascendiendo al sol. Podíamos contemplar el arcoiris sin nubes oscuras que ocultasen su belleza tan instantáneamente especial.
Entonces al imaginar todo lo bello que sería todo aquello, un profundo sueño comenzó a hacerse dueño de su cosciencia. Y lo que Estela notó fue una pequeña cabezadita e intentó abrir los ojos. Cuando los abrió un sol más rojo que nunca apareció frente a ella junto a un cielo azul con nubes blancas de algodón.

Estela, echada sobre la hierba, miró enrededor y se encontró redeada de margaritas silvestres que baillaban al son del frágil y armonioso viento. Alzó un dedo extendido hasta tocar cada pequeño pétalo de la margarita, sintió su suavidad, su blancura, su pureza y cuando llegó al corazón amarillo recordó al sol del mundo real.

Abrió los ojos y el amarillo sol que gobernaba le hizo ver que ya había vuelto. Tal como se había dormido, recostada en la hierba y el tronco, había despertado. Y no sólo eso sino que había comprendido que cada cosa debe estar en su sitio y que las flores que necesitaba `para hacer que su casa fuera un hogar, no eran otra cosa que las margaritas, dándose cuenta, Estela por fin, de que su hogar estaba en cualquier sitio donde creciesen margaritas.



Patricia Maestro Cueto 29.4.2007 2:54 am.

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