El habla de los días.


Enmudece el tiempo
que pasa callado, caminar lento
mirada perdida.

Enmudecen las horas, los minutos
mis pupilas, en la humedad
en el ruido sordo de cada gota
que estalla contra las losas.

Enmudece la luz, lúgubre
e inunda las calles de silencio mojado
y desierto.

Mudas, mis ojeras
dicen que apenas duermo.
Que no recuerdan ver ya mañanas.
Ni nadie que quiera hacerlas hablar.

Caminar lento
mirada perdida
quietud, domingo.

Las manos, el movimiento, mi respiración
lentas, frías, mudas.
Soledad en el estómago.
En la yema de los dedos, distancia.



Crepitar.


Lluvia
que suena a crepitar
a hogar y calma.

Que moja los tejados
de esos gatos de nadie.
La tierra, hasta hacerla barro.

Diluye mis tempestades. Fiera.
Y se las lleva... mansas.

Habla el pájaro. Ha cesado.

Sin tocarnos.


Entraste.
Sin llamar, supiste cómo.
Que estaba ahí.

Sin tocarnos, me contaste y te conté.
Nos conocimos. Entramos
y nos pareció el mismo.

Ahora pienso en tu boca
en los besos.
En cómo te ríes, y te quiero cerca.

Olerte, morderte, saber cómo sabes.



La Niña de las Naranjas, La nueva París.



Aquí os dejo un pedacito del artículo que Adriana Bañares, Awi para los amigos, acaba de publicar en Larioja.com

"Los poetas somos pocos, pequeños e invisibles para el resto. Hablamos de literatura entre nosotros, conocemos las editoriales, nos compramos (y comparamos) los unos a los otros y envidiamos a esos que salen en revistas o publican en editoriales grandes. Fuera, en el autobús urbano, las editoriales grandes son también minúsculas, como nosotros, y esas revistas de las que hablamos ocupan (si lo hacen) un lugar mínimo en los kioscos. En definitiva: fuera de nuestro círculo todos estamos en ese mismo nivel de nada."

Para seguir leyendo, pincha aquí.

 

A este lado.


Isla sin arena.
Sin manos.
Ni puertas de entrada.

La salida, a este lado.
A fuera todo es lo mismo.
La misma baldosa una y otra vez.
Lo mismo en cada boca, lo que dicen
nada.

Charcos, charcos, charcos y humedad.

Días y noches de astros fijos.
Sin comienzo ni final. Sin línea en el horizonte.

Isla.
Sin arena
mar, o puerto.
Sin barco. Isla.
Dentro.
A este lado.

Charco.

Ya estaba dentro.



No abrí la puerta.
La soledad ya estaba dentro
en las grietas de lo que rompe el tiempo.
La muesca del primer golpe.

El miedo, el dolor, el fallo
emanan bajo mi cama.
Extienden sus manos y me agarran los pies.

La cortina está echada. Hoy no hay luna.
Demasiado silencio.
Demasiada lluvia.



Amanecer de mediodía.



Lejos de mí
los demás.
Dentro, sin poderlos tocar.
Fuera de este cuarto y lejos de mi piel.

Sólo siento el calor de esta sudadera.
Su tacto.
Vida sin miradas.
De lluvia, luz pálida y vistas a través del cristal.

Tras esa niebla que lo envuelve todo
como el humo me envuelve a mi en la noche.
Me acurruco.
Hasta casi desaparecer.

Las mañanas siguen estando solas, frías.
Salidas de la cama, despiertan sin calor.
Sin apenas haber dormido. Lejanas, vacías.

Aún no he pronunciado palabra.
No ha habido voz, ni labios que respondan.

Silencio, ruido de vecinos e internet.
Soledad. Tic-tac.

Amanecer de mediodía muerto, opaco.
Sin nada que hacer. Lejos.

Brillo gris.


Sentada al borde de la luna.
Ingrávida y atemporal.

Pincho estrellas a esta noche.
Ventana tapiada sin afuera.

Siembro flores en los cráteres
de los minutos
que pasan repetidos
en la oquedad del brillo gris.

Y me limpio los zapatos
del caminar en círculos, polvoriento.