deshechos piktorikos (II)







SiLeNCio



Mi silencio,
mi propio silencio.
Mi burbuja,
mi cúpula,
mi hogar,
mi yo.

El viento contra mi cara, agrietando mis labios. La lluvia fría torturando mi piel, mis pies manchadoa de atravesar el lodo. Me canso, no llego, no encuentro lo que quiero ¿Dónde está el camino?no consigo dar con él.

Me elevo en mi burbuja.

Desde aquí parece que diviso el sendero.¡No! una piedra. Mi cúpula de vidrio cristalino se rompe. Caigo, caigo…llego al suelo, me levanto y sigo, magullada, con la cara seca, los labios agrietados, la piel mojada y fría, los pies enlodados y el corazón recubierto por la escarcha. Pero sigo.

LiBeRtAD!


Estela había pensado en regalarle una planta a su casa, últimamente estaba demasiado apagada. Paseó por la ciudad en busca de la flor o planta adecuada, preguntó y pidio muestrarios por cada floristería.

Al cabo de tres largas horas, Estela, ya cansada de tanto preguntarse cual sería la flor adecuada, decidió ir al parque, y aunque el sol brillaba y la brisa era suave, el parque resultó desértico, ni una persona alrededor.

Viendo lo visto Estela sacó de su grande bolso los cuentos completos de Oscar Wilde y comenzó a leer el libro con la espada recostada sobre un viejo tronco y sentada en la verde hierba. Y después de tener que apartar una lágrima con el dorso de la mano al acabar de leer “El Príncipe Felíz”, comenzó a imaginar con los ojos cerrados, lo maravilloso que será todo con amor, lo fácil que sería hablar con la gente enemorada y feliz, todo sería mejor, las personas sonreirían y los niños crecerían en campos llenos de flores y serían libres para perseguir mariposas de colores ascendiendo al sol. Podíamos contemplar el arcoiris sin nubes oscuras que ocultasen su belleza tan instantáneamente especial.
Entonces al imaginar todo lo bello que sería todo aquello, un profundo sueño comenzó a hacerse dueño de su cosciencia. Y lo que Estela notó fue una pequeña cabezadita e intentó abrir los ojos. Cuando los abrió un sol más rojo que nunca apareció frente a ella junto a un cielo azul con nubes blancas de algodón.

Estela, echada sobre la hierba, miró enrededor y se encontró redeada de margaritas silvestres que baillaban al son del frágil y armonioso viento. Alzó un dedo extendido hasta tocar cada pequeño pétalo de la margarita, sintió su suavidad, su blancura, su pureza y cuando llegó al corazón amarillo recordó al sol del mundo real.

Abrió los ojos y el amarillo sol que gobernaba le hizo ver que ya había vuelto. Tal como se había dormido, recostada en la hierba y el tronco, había despertado. Y no sólo eso sino que había comprendido que cada cosa debe estar en su sitio y que las flores que necesitaba `para hacer que su casa fuera un hogar, no eran otra cosa que las margaritas, dándose cuenta, Estela por fin, de que su hogar estaba en cualquier sitio donde creciesen margaritas.



Patricia Maestro Cueto 29.4.2007 2:54 am.

eSPeRANDo



Noche de tinte anaranjado.
Una farola brilla tenue
entre las ramas de un ciruelo
mientras que dos selectas pruebas
esperan por mi mañana.

Serán las últimas horas, que luego,
tendré que esperar yo.

La colilla cae al suelo.
Y yo, respirando, espero.
La noche,
tan apacible como corta,
entra en mí con cada aspiración,
fundiéndose entre voces
de gente que pasa inadvertida
sin querer advertir nada más que
a sí misma.
Sentada sobre un cartón
el banco parece menos frío
y la vagabunda
que habita en mí
se relaja,
cansada,
esperando.

Relato de un hombre




Nunca me había percatado de ello. Yo, como los demás, simplemente lo ignoraba; pero aquel día comprendí que fue el tiempo el que había dilapidado aquellos recuerdos cicatrizados en las arrugas de su frente.
Sólo la melancolía podría haber hecho tales estragos; ahí estaba él con el pelo grisáceo, canoso por el reflejo de la luna al dormir en la calle, sucio y polvoriento del aire enmohecido de la civilización, con las manos ennegrecidas por tocar el abandono, observando y no viendo nada, desde sus ojos oscuros, que ya sólo abrían una rendija; en su mano un cartón de vino tinto con el que Fraga intentaba olvidar y ahogar los gritos de las sirenas, que en su interior, le comprimían el corazón.
Su gorro de lana raído por los ratones de la miseria, que sólo le cubría una oreja, y un jersey de un color difuso posado sobre el banco en el que pasaba las horas y los días, junto a él una radio que pocas veces se dejaba escuchar entre las burlas de los niños que, viéndolo ahí tirado sin ninguna esperanza, reían y zarandeaban la poca dignidad que le quedaba al pobre Fraga.
El invierno se aproxima y nuestro amigo no tiene donde dormir; el otro invierno dormía en una casa vieja que hacía esquina, en la cual se metía por una ventana rota, tambaleándose hasta que, como su humanidad, por el esfuerzo sin recompensa se iba al suelo y gateaba como un bebé cuadrúpedo, indefenso, sólo ante el mundo, sin unos brazos que le esperen al terminar el trayecto, sin el regazo de una madre donde dejar caer sus desdichas.
La casa ha sido derrumbada y un bloque de hormigón yace en su lugar. Fraga no tendrá donde refugiarse y su cuerpo, como su alma, estará a la intemperie. Él y su fiel compañera la soledad.
Aquella tarde soplaba un aire caliente, bastante extraño para la fecha, y en la vieja radio sonaba, entrecortadamente por las interferencias, un aria cantada por una soprano; y cuando llegó al clímax y la soprano elevó su voz hasta tocar el cielo, dos lágrimas, tan rojas como su vino, se deslizaron por sus rosadas mejillas. Fraga abrió de par en par sus pulmones al llenárselos con todo el aire que pudo coger, como si meter el aire de golpe pudiera hacerlo flotar. Cuando lo soltó, desilusionado pero, aún así, reconfortado, una gota que no pertenecía a sus ojos le sorprendió; y Fraga no se levantó, ni siquiera guardó su radio, simplemente echó la cabeza para atrás y dejó que esa agua que él creía celestial limpiase cada recoveco de su cara, cada resquicio de sus arrugas, cada mancha de su corazón.
Estuvo así hasta que finalmente aquellas gotitas finas dejaron de caer sobre él. Alineó su cabeza con su cuerpo y se presentó ante él un hermoso arcoíris, seguido de un brillo intenso. La lluvia había cesado y era el sol el que ahora gobernaba los cielos.

Emilia


Aquel día Emilia se levantó con ganas de saber más, quería que el mundo le enseñase todo lo que en sus entrañas guardaba.

Quería ser bohemia y vagabundear por las calles desérticas de la luna. Quería sentir entre su pelo la brisa del amanecer y dejar que el sol calentase su piel.

Se puso sus vaqueros preferidos, los más viejos, los que como ella, habían visto cinceles que esculpieron su personalidad. Dejó su pelo enmarañado, suelto y bajó por las escaleras. Un espléndido sol entró en el portal cuando la vecina, una viejecita entrañable, entró por la puerta principal. Emilia la sonrió y fue correspondida.

Al pisar la carretera recién asfaltada notó ese olor a brea, que tanto le recordaba a la primera vez que la olió. Tenía cuatro años y enseguida Emilia relacionó ese olor a lo oscuro. No tenía miedo, la oscuridad desde siempre la había trasladado a su interior.

Un interior en su inocencia infantil, aún carente de odio, que ya poco tenía de inocente.

Ese día había un poco de viento, pero aún así Emilia no dudó en comprarse un helado de sus sabores preferido mezclados, como si quisiera poseer en un bocado todo lo que le gustaba del mundo

Emilia paseaba por la calle con andar despreocupado, intentando ignorar guerras, desilusiones y hambres de otros y centrándose en el verde siempre esperanzador de los árboles que adornaban la calle. Sorteando el estrés de los pasos de la gente, tratando no perderse entre la cotidianidad.

Mientras tanto, en su cabeza junto con las cavilaciones sonaba “the verbe”, aquella canción en concreto le recordaba al vuelo de los pájaros. Asociada a ésta idea a Emilia le sobrevino otra: la Libertad y junto a ella atrás mil conclusiones inconclusas y quién sabes si erróneas o acertadas.

En ese momento, Emilia se imaginó siendo Descartes, dudando de todo, no le gustaba esa sensación, le asustaba. Aunque por otro lado el saber que no sabía nada le incitaba a curiosear. Entonces recordó cómo en su pronta niñez, abrió por primera vez esa caja metálica, oxidada, chirriante, que poco tenía que envidiarle a la mítica Pandora, pues el abrirla trajo consigo funestas consecuencias. Fue la primera vez que notó su pómulo enrojecerse como si un fuego abrasador chocase con un objeto inerte. La pequeña Emilia trató de extinguir ese fuego externo, que sentía tan dentro, con incesantes lágrimas, pero sólo consiguió quedarse vacía.

Desde aquel suceso, Emilia había vuelto a notar esa sensación en repetidas ocasiones e hizo grandes esfuerzos por llenarse.

Sólo se había enamorado una vez y fue de un personaje de un libro, quizá fuera la certeza de que no sería correspondida lo que le llevó a enamorarse de él.

Emilia se sentó en un banco de madera, le gustaba la madera, le otorgaba paz. Subió los pies al asiento, se agarró las rodillas hasta que tocaron su pecho, apoyó la barbilla en ellas y clavó su mirada en el suelo. El viento seguía soplando, pero no era un soplo enérgico ni desagradable, sino juguetón e inconstante.

La inconstancia….su peor enemiga, o quién sabe si su mejor amiga.

Emilia comenzó a tener frío, preguntó a un transeúnte por la hora y el señor confirmó sus sospechas, ya eran las siete y media y comenzaba a anochecer.

Emilia regresó a casa y puso en su vídeo “Eduardo manostijeras” la película que de unos años para acá, veía en momentos difíciles, no sabía por qué, pero tener la seguridad de que nada podía cambiar dentro de ella le hacía sentirse a salvo.






Patricia Maestro 20 .3 .2007.

NadA

Enganchada a las emociones,
pura cobardía mezclada con tabaco.

Sentir como el humo sale de mí,
y con cada calada un trocito de alma.

Como algo que te abraza,
te llena.
Y cuando te sientes plena,
te vacía.

Vacío, sólo vacío
en los ojos de la gente.
A tu alrrededor
tan sólo distancia.

Ya ni los días soleados
consiguen que te levantes
y sueñas con una manta
que te arrope siempre,
y así protegerte del frío.

Nada está claro.
Nada es evidente.
Y eso es lo que sabes,
Lo que eres,
Lo que lloras,
Nada.
Sábado 5 de mayo 2007
17:04

tarde


Apenas un instante de clama me ha parecido y al despertar ya eran las seis menos cuarto. Ya era tarde. Ultimamente suelo despertarme tarde y acostarme pronto parece haber quedado en el recuerdo de la infancia.

Despertarse tarde implica vivir tarde, comer tarde, salir tarde, no ir a clase porque ya es tarde, volver a casa tarde, cenar tarde, ver una película tarde, dibujar tarde, escribir tarde y fumar mientras tardas para tardar más y que se te haga más tarde la tardanza entre tarde y tarde...

De dónde saldrá esta quietud nocturna, es algo que me preocupa, cualquier mínimo sonido, como el escribir sobre el papel del lapicero, parece amplificado por este silencio.

Me gusta, me gusta poder apreciar con tanta nitidez estos pequeños matices y quizá sea siempre tarde cuando lo consigo, y quizá sea por eso por lo que me gusta tardar.

Pero, como todo, la tardanza tiene un límite y a lo peor, esta tarde ya se halla hecha noche y esa noche haya mutado en mañana. Asi que mañana ya es hoy y como siempre...llego tarde.

El GRitoO


El Grito


No le escribo a nadie,

ya ni siquiera sé si escribo.

Solo es un grito, que sale de lo más hondo.

No es un grito expresable en palabras,

incluso las onomatopeyas se quedan cortas.

No hay tampoco admiraciones simbólicas

capaces de desentrañar su contenido...

Es más bien como una especie de suspiro,

un grito callado y delirante.

Es un suspiro gritado o un grito suspirado.

Es un grito cansado, tediado, hastiado...

también es posible que sea victimista,

y esté aletargado en el fango.

Es un grito gritado a medias, un grito aterrorizado.

Es como el grito de alguien que no puede gritar.

O como el grito no escuchado,

o como el perdido entre el eco,

o entre la multitud.

Es el grito de alguien.

Es mi grito.


(escrito el 17 de febrero 09)

Fumando espero, y espero, casi desespero...

Sabine


Sabine, esa loca criatura, qué habrá sido de ella. Cuando yo la conocí estaba atravesando un período de utopía máxima, pegando pegatinas que versaban sobre tiempos ya pasados, perdidos en la reminiscencia, hablaba continuamente del diálogo admirando a Sócrates.


Recuerdo que entre ese año y el anterior había cambiado el orden completo de su habitación unas 4 o 5 veces...así era ella. Una de las primeras veces que hablé con Sabine más detenidamente, pude darme cuenta de lo que en su fondo residía, ví que le habían hecho daño y que concretamente aquel día acababan de volver a hacerlo. Aunque no había sido grave, fue la gota que colmó el vaso.


Intentaba reencontrarse consigo misma cada día y tal vez esa era la explicación a la exaltación utópica. Simplemente no podía creer en la maldad humana como esencia y buscaba en los otros comprensión y amor.


Aún hoy puedo verla, fumándose un porro en el rincón de hierba que hay frente a la facultad, con su mirada ausente y su actitud altiva, todo pura fachada. No era una mujer fuerte de 20 años, sino una niña perdida que soñaba con volver a nunca jamás. Le gustaba saltar, andar haciendo equilibrios sobre los bordillos, sentarse al sol cual lagartija, pasear por la calle cuando ya no quedaba nadie, respirar muy profundo el aire que queda depués de llover...Y cuando fuera hacía frío, se enrroscaba en el sofá con una manta y engullía litros de helado.


Estaba loca, sí. Pero su locura era la única manera que tenía de sobrevivir a la sobrecarga sensitiva de la que era portadora desde que empezó a dominar sus sentidos. Echo de menos sus risas y sus lloros fuera de lugar y el modo que tenía de enseñarte los pequeños detalles que otros indiferenciaban.


Supongo que era auténtica. Aunque eso ella nunca lo ha sabido, por lo menos no conscientemente. Siempre andaba metida en mil historias distintas, tenía amigos para todos los gustos y lo mismo le daba hablar de arjés, globalización, mayeútica, música o arte.


La última vez que la ví supe que su corazón volvía a perder sangre, lo ví en sus ojos, en la manera de mirar al mundo, decepcionada. No me quiso decir que le había provocado ese estado, quizá ella tampoco lo sabía. Me contó que no aguantaba más el invierno y que con el chubasquero que había elegido se calaba entera. Creo que reí cuando dijo eso, no llegué a comprender lo que significaba.


Luego ella me dió un abrazo y me dijo que me cuidase a la vez que se limpiaba una lágrima y se alejaba. Aún recuerdo cómo se giró para tirarme un beso. La sonrreí, me sonrrió y se fue. Dejé de mirarla y el revisor dió aviso de que ya era la hora de subir al tren, cogí mis bártulos y subí.


Sabine. ¿Qué habrá sido de ella?

Hoy la echo de menos....


(6:47 a.m. 4-2-09)